27 octubre 2009

Una hora regalada.


Alguien sacó el tema y de una manera u otra todos vinieron a dar su opinión. Esta vida suele estar llena de contrasentidos, de situaciones y acciones contradictorias, y hablar de qué iban a hacer con esa hora que los gobernantes les iban a regalar era un ejemplo claro de ello cuando los hombres que lo discuten se pasan media vida sentados en el puerto charlando con otros hombres, paseando, pescando en el espigón, esperando en la puerta de la lonja la llegada de algún barco, porque no tienen trabajo ni nada mejor con lo que matar el tiempo.

Una hora más de sueño. ¿Qué regalo es ese? ¿Qué ganamos en esta vida durmiendo una hora más? Y mis amigos marineros discuten y se ríen, y al final llegan a la conclusión de que todo esto na vale para nada, al menos no para ellos, porque sus relojes son el sol, la luna y las mareas, y estos no tienen manecillas ni botones para adelantarlos ni atrasarlos y adaptarlos a sus necesidades.

Uno de los marineros me mira e intenta meterme en la conversación. - ¿ Y tú, farero, atrasarás esta noche el reloj cuando sean las 3 para dormir una hora más?

Posiblemente lo sepan, pero les cuento que el reloj del faro ya no es el que era, que cambia solo a la hora de invierno o de verano, que el faro entero está cada día más controlado por un ordenador, que algún día, cuando yo deje de ser el farero no habrán más fareros en este faro... Y que mi reloj, ese que cuelga de una cadenita y que tiene un aspecto tan de viejo como yo, será mañana cuando lo atrase.

Dejo a los hombres de la mar enfrascados en una discusión que se asemeja a un círculo y me acerco a María para despedirme, para desearle buenas noches, para darle un beso, para pedirle que ella tampoco atrase el reloj esta noche.

-¿Entonces cuando lo hago?

- Yo te avisaré.

Ha amanecido un domingo soleado y tranquilo, con una mañana que tiene una hora más de sol porque se la han robado a la tarde para dársela a ella. Y es empezando a caer la tarde cuando María cierra el bar, cuando nos quedamos solos con la única compañía de dos tazas de café y una radio que nos susurra canciones de manera íntima y exclusiva. Miro un reloj de una marca de refrescos que María tiene colgado de una pared y que sigue marcando la hora antigua. -Aun no la he cambiado farero, marca las 7, pero son las 6, y la gente me tiene loca con la dichosa hora, y todo por hacerte caso.

-Si marca las 7 es que son las 7, déjalo así, además, a las 8 debo irme.

Me gusta sentir entre las mías sus manos siempre frías, fingir que pretendo darles calor cuando en verdad lo que deseo es sentirlas y acariciarlas, y me gusta sentir en mis labios sus labios, y oír en el más leve de los susurros sus te quiero, y su corazón acelerado...

Nos sorprende la luz de un farol entrando por la ventana. Vuela el tiempo entre besos y caricias y fuera la tarde se ha convertido en casi noche. Miramos el reloj, marca las 8, y María se entristece de repente. -Son las 8, debes marcharte. Y tengo que contradecirla y recordarle que aun no ha atrasado ese reloj para ponerlo en hora, y que son las 7, y que aun falta una hora para marcharme... Y María sonríe y una lluvia de besos refresca mi cara.



22 octubre 2009

La tienda de los chinos.


Tenía que llevar un encargo a su hermano y el domingo por la mañana, un buen amigo, se empeñó en que le acompañase a un pueblo cercano, un pueblo más grande que este. Allí viven más personas, pero no vive María, tiene más vida, pero no tiene mar, tiene un cine, pero no tiene faro, tiene estación de autobuses, pero no tiene puerto. Ahora, además, tiene una tienda inmensa de la que todos hablan, unos la elogian, otros la critican, una tienda que han abierto unos chinos. Íbamos hablando de ella cuando de repente me acordé: Ayer me quedé sin aceite y Encarna, la mujer de la tienda, los domingos abre hasta mediodía.

Nadie sabe bien cuando llegaron ni que bagaje traían, pero han montado una tienda en la que venden casi de todo. Habíamos oído hablar de ella y al pasar casualmente por su puerta mi amigo no lo dudó un segundo. -Mira farero, la tienda esa de los chinos, vamos a entrar, además, así puedes comprar el aceite, cuando lleguemos al pueblo Encarna ya habrá cerrado.

No es que este otro pueblo tenga muchas cosas que ver, pero cualquiera de ellas me hubiera hecho más ilusión que la tienda, prefería las de los 20 duros, pero decidí hacer un pequeño esfuerzo y contentar a mi buen amigo José.

Tiene la tienda un mostrador a la entrada y, sentada detrás de él, una mujer china a la que es difícil calcularle una edad. A su lado una serie de pequeños monitores en los que ve todos y cada uno de los pasillos de la tienda me recuerdan por un momento a esas películas americanas en las que un vigilante uniformado toma café y come Donuts mientras controla a través de las pantallas una zona de seguridad en la que siempre consigue entrar el buen ladrón protagonista. Si en lugar de a ese vigilante, pienso para mi, pusieran a esta mujer difícilmente el ladrón bueno y superpreparado robaría nada.

Ciertamente hay casi de todo, recipientes de plástico, juguetes, jarrones, relojes y figuras imposibles de no ver y que me pregunto si algún día llegará alguien con el suficiente mal gusto como para comprarlos, material eléctrico, bebidas, comidas... y chinos, niños chinos. Van detrás de ti por esos pasillos tan estrechos que deberían ser de dirección única, se paran si te paras para mirar algo, te observan si coges el objeto que sea. Una mujer que no encuentra algo pregunta a quien supongo será el padre de estos críos y el hombre le responde. No sé la mujer, pero yo hubiese seguido buscando, no he entendido nada. Si no los viese juntos pensaría que estos niños son el mismo niño que se mueve a la velocidad de la luz y está en todas partes, si no fuese porque varía la estatura y supongo que también la edad, pensaría que estos niños son mellizos, o trillizos, o cuatrillizos. Miro a través de los estantes y detrás de unos cuadernos con dibujos de Shin Chan en su portada hay otro niño con una camiseta verde que no había visto hasta ahora. ¿Quintillizos? No, no es que distinga al pequeño de los demás pequeños, es la camiseta la que me sirve de referencia.

-El aceite, farero.

Salimos y la mujer china que está detrás del mostrador supera a los camaleones. Es capaz de mirar los 6 monitores, cobrar, poner pilas a un juguete, comprobar que quien sale de la tienda no se lleva nada sin haberlo pagado previamente y ver donde está cada uno de los niños.

Al otro lado de la calle hay un pequeño bar y en su puerta un par de mesas rodeadas de 4 sillas cada una que incitan a sentarse y tomar algo. Sentados oímos a alguien quejarse de los chinos de la tienda, de su aislamiento del resto del pueblo, de su competencia desleal con sus precios, con sus horarios, con sus productos chinos... Un hombre parece tener claras sus ideas: Son chinos, venden cosas chinas que las compran en almacenes de otros chinos, sólo dan trabajo a chinos... pues que les compren los chinos.

Entrando al pueblo mi amigo José reduce la velocidad del coche y, para saber el camino a tomar, me pregunta si me acerca al faro. -No, déjame mejor en el puerto, tengo que pedirle a María un poco de aceite, Encarna ya tiene cerrado.

07 octubre 2009

El ladrón de recuerdos


Alguna vez, hablando de los recuerdos que cada uno tenemos, mi amigo Carmelo me decía que nuestra vida no es la que hemos vivido, sino la que recordamos, que lo demás, las cosas que olvidamos para siempre son partes de nuestra vida que desterramos. Yo, alguna vez, viendo a los críos recortando con sus tijeras del colegio un dibujo, una fotografía de una revista, me he imaginado a nuestra mente haciendo lo mismo, recortando cosas, guardándolas en nuestra alma y tirando el resto a un cubo de basura llamado olvido.

Hace ya tiempo que Carmelo no es el hombre que era. Al principio nos reíamos cada vez que se dejaba algo olvidado en el café de María, cuando al salir de su casa se detenía un segundo pensando por donde tenía que marchar hacia el puerto. Con el paso del tiempo Carmelo dejó de reírse de sus olvidos y una tarde, sentado en el puerto, dejó caer dos lágrimas de sus ojos porque no sabía a que había ido allí.

Sus hijos lo llevaron a la ciudad y volvieron con la confirmación de lo que todos sospechábamos y temíamos. Ha ido olvidando las caras de sus amigos y algunas veces, cuando lo saludamos, nos pregunta quienes somos. Ya no sale a la mar ni lo dejan ir solo a ninguna parte, ha olvidado las calles del pueblo y los caminos que antes lo llevaban al puerto, al café, a la playa o al faro.

Esta tarde, Andrea, la hija mayor de Carmelo, lo ha llevado al mar de María. Tiene que ayudarle a sentarse, le acerca el vaso y le habla de la gente del pueblo, pero el alzheimer se está adueñando de su cabeza y alimentándose de sus recuerdos, y cada día se hace más grande, más fuerte, y sus recuerdos menguan cada noche, poco a poco, como la luna en el cielo. Algunas veces su mente se revela y por nos segundos gana gana la batalla, y es entonces cuando Carmelo sonríe y asiente con la cabeza, cuando un recuerdo se enciende de repente y el devuelve un poco de vida.

Aquí, en la soledad del faro, no puedo dejar de pensar en ese ladrón de recuerdos que es esta enfermedad, y me asusta pensar que un mal día se adueñe de mi miente y me robe los míos y olvide el olor a sal en el aire, el sonido de las olas en las madrugadas de insomnio, el camino al bar de María, su boca, sus ojos, su dulce y casi triste sonrisa...


04 octubre 2009

Mercedes Sosa.


Ha muerto Mercedes Sosa, parece como si la vida quisiera quitarnos por sistema a aquellas personas que son capaces de hacernos sentir. Tenía 74 años y hace unas horas ha perdido su batalla con la enfermedad. Ha muerto su cuerpo, sólo su cuerpo, pero las personas somos mucho más que un simple cuerpo, y su espíritu, sus canciones, sus ideales seguirán vivos.

Mercedes Sosa había nacido en 1935 en San Miguel de Tucumán y ha sido la cantante folclórica más reconocida y premiada de Argentina. Comenzó su carrera cuando solamente tenía 15 años. Defensora de los derechos humanos fue censura por la dictadura militar argentina entre 1976 y 1983 y se exilió en Europa.

Durante su carrera Mercedes Sosa ganó un disco de platino por "Gestos de amor" en 1994 y tres premios Grammy Latino. Fue distinguida con múltiples reconocimientos por su labor en defensa de los derechos humanos y las libertades.

Hoy os dejo este vídeo de "Alfonsina y el mar", canción que siempre me atrajo y cuya música formó parte de este blog durante mucho tiempo.

Para vosotros un saludo, para ella mi agradecimiento y cariño.